Melvin Cantarell Gamboa
07/08/2024 - 12:05 am
Cultura, civilización y criminalidad
"Es erróneo definir el crimen como una mera infracción de la ley, sin considerar que en nuestro medio detrás de la aplicación de las normas subyace la antigua doctrina de la venganza, que es el hilo rojo de nuestra justicia".
“El bandolero y el hombre poderoso que promete a una comunidad protegerla contra el bandolero, son probablemente dos seres parecidos, con la diferencia de que segundo alcanza su fin de modo distinto que el primero, es decir, por contribuciones regulares que la comunidad le paga…la misma relación que el mercader y el pirata, que pueden ser por mucho tiempo el mismo personaje”.
Federico Nietzsche.
El viajero y su sombra.
Los hombres han inventado respuestas culturales para responder a sus necesidades de supervivencia; la cocina, que tiene por base la agricultura y la cocción de los alimentos, fue el primer paso en este sentido, pues dio nacimiento a un proceso civilizatorio que paulatinamente ha llevado a las sociedades humanas a un descenso de la violencia; esta conquista, que puede parecernos simple, abrió también las puertas a la vida espiritual o expresión auténtica de lo humano que hoy nos permite distinguir entre la benevolencia y la maldad, lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo.
Históricamente, los países occidentales se han representado a sí mismos como civilizados, se han atribuido incluso el derecho de someter a otras culturas para imponerles sus costumbres y sus valores; sin embargo, con sus actos han negado sus ideales y los posibles efectos pacificadores que atribuyen a su civilización; cinco siglos de historia y el uso de la fuerza bruta para someter a otros pueblos demuestran que no han superado su congénita barbarie; ya que caracteriza al bárbaro negar la humanidad de los demás. Ser civilizado, en cambio, significa reconocer en el otro los atributos propios.
Ahora bien, en su ámbito la cultura y el proceso civilizador europeo han contribuido a la creación de sociedades cada vez menos violentas, más seguras y pacíficas, proceso que hoy parece estar en crisis; la amenaza de guerra vuelve a crecer en esos territorios; también aumentan a escala planetaria la violencia, los robos, los asesinatos, la crueldad y otros actos reprobables que no pertenecen al ámbito civilizatorio. Es cierto, las civilizaciones habitualmente padecen transgresiones que ponen a prueba sus conquistas culturales y en peligro su estabilidad y supervivencia; situación que las impele a la corrección de lo que no funciona, a modificar el manejo de los conflictos internos y a la reconsideración de lo que hasta entonces parecía justo, bueno y permitido.
Nosotros como país no somos la excepción, pero nuestros problemas son de otra índole; son producto de la anomia social y su cura no puede reducirse, por ejemplo, a una reforma del Poder Judicial; se supone, falsamente, que el remedio está en el principio de una judicialidad incorruptible impartida por jueces honestos, intachables y congruentes con lo que dicen las normas y un proceder apegado a derecho, idea que, desde mi personal punto de vista, es insuficiente si no va acompañada de otras consideraciones, es decir, sin definir qué hay que transformar para alcanzar su completitud, y responder sin ambigüedades el para qué y el cómo combatir la criminalidad.
Es erróneo definir el crimen como una mera infracción de la ley, sin considerar que en nuestro medio detrás de la aplicación de las normas subyace la antigua doctrina de la venganza, que es el hilo rojo de nuestra justicia; definir el proceso en relación a la norma, ignorando que detrás de cada caso se esconde una conexión explícita entre el criminal, el juzgador y las condiciones sociales que dieron lugar al delito es insuficiente. Dice Nietzsche en su libro Genealogía de la moral (Alianza Editorial), “cuando aumenta el poder de la comunidad, esta deja de descargar su ira contra los transgresores; aún más, puede permitirse el lujo de proteger a estos de la ira que despiertan en los individuos a quienes han perjudicado de un modo directo”. Solo una sociedad fuerte, puede tener la capacidad suficiente para renunciar a su derecho a castigar, pues entonces buscará no castigar sino poner bajo control la criminalidad.
¿Cómo, pues, acrecentar el poder de la comunidad? Habría que empezar por preguntarnos sobre el grado en que el criminal es responsable de sus actos y cuáles fueron las condiciones y circunstancias que lo obligaron a delinquir. Probablemente ni el mismo criminal conoce el encadenamiento de causas y circunstancias que dieron lugar a su conducta.
Si aceptamos que el criminal es producto de una cultura, de un contexto histórico, de la sociedad que lo formó, de un medio, de las condiciones en que vive y de determinadas circunstancias como causales de su anomalía, entonces, para sancionar no basta con aplicar la ley mediante la intermediación de los jueces, sino de considerar a quien se juzga desde una perspectiva más profunda, ya que en el fondo el propósito final de la justicia es mejorar la sociedad mediante la civilidad y no cobrar una deuda bajo la forma de castigo o venganza por las acciones dañinas de los criminales.
Otra consideración que debe tomarse en cuenta para disminuir la violencia criminal en México es empezar por aclarar lo que dio lugar al proceso descivilizador que condujo a la actual situación. Todo empezó hace 50 años, durante el gobierno de Luis Echeverría y se agudizó durante los gobiernos panistas de Fox y Calderón; en ese periodo, que abarcó siete sexenios, se perdió totalmente el control sobre las actividades ilegales producto del tráfico de estupefacientes y dio lugar al surgimiento de cárteles, bandas delictivas, luchas por territorios, secuestros, asaltos, robos, impunidad, corrupción y más tarde se amplió a extorsiones, cobro de piso, tráfico de personas y perversión, a causa de la corrupción de las fuerzas policiales y del sistema judicial y penal.
De ahí que un primer paso en la recuperación de ese control sea la implantación de un proceso civilizador y pacificador basado en la focalización de los lugares críticos e imponer en esos territorios el imperio de la ley, recuperando los espacios cedidos a los carteles, profundizar la presencia del Estado con trabajos institucionales de orden público como servicios sociales y comunitarios y observar el tipo de respuesta de la población. Ahora bien, toda obra con fines civilizatorios exige, por principio, un cambio en las normas culturales vigentes y aceptar que la violencia es producto de una sociedad con antecedentes violentos y rescoldos de barbarie.
¿Qué otros factores han fallado en nuestro proceso civilizador? Lo que dio lugar a nuestra cultura actual fluyó de arriba abajo, de las élites a la población en general; en México, desafortunadamente, los ricos nunca han militado en favor de lo que es justo, de la democracia y de los derechos, por lo contrario, se decantaron por gustos y costumbres importadas, promovieron la ostentación, la discriminación, el desprecio hacia los pobres, renunciaron y se opusieron a todo intento de nivelación social; lo que se tradujo en el actual retroceso civilizatorio y propició el total desprestigio de su clase como modelo moral. Y, desde una perspectiva socioeconómica, es la desigualdad la mayor productora de violencia criminal y la clase dominante con su egoísmo rapaz su principal generadora; además culpable de nuestra decadencia institucional por sus prácticas corruptoras; por años ha corrompido a la burocracia estatal y al aparato judicial por su inclinación a la deshonestidad y propensa a la perversión pública; ella es la causante del brutal retroceso de nuestras instituciones, del incumplimiento de la ley y de la impunidad que gozan los transgresores.
Para invertir esta tendencia e iniciar la pacificación del país hay que impulsar un proceso cultural civilizatorio. En Europa el proceso civilizatorio fue acompañado de profundos cambios culturales en el comportamiento ciudadano y redujo, en dos siglos, cuarenta veces el número de homicidios y otros delitos. ¿Qué hizo que fuera posible? El afianzamiento de la democracia que permitió la elección de gobiernos legítimos, el imperio de la ley, los Derechos del Hombre y cambios en el entorno social, cultural, material y espiritual ¿Qué hay que hacer para retomar este camino y materializarlo? Eliminar las influencias causales: reeducar, civilizar y curar a los ricos y muy ricos de su avidez, codicia y ambición de poder; tampoco puede reducirse a cuestiones morales ni se remedia con la enseñanza de ética o civismo en las escuelas o con terapias filosóficas capaces de conmover las emociones humanas, el asunto es mucho más complejo; incluye también, aunque no lo entendamos fácilmente, la recaudación de impuesto y su redistribución con miras a la disminución de la desigualdad, causante de todos los males sociales actuales. En Suecia, por ejemplo, la recaudación se hace de manera voluntaria y sin trampas, pues los suecos saben que ese dinero permite a sus compatriotas gozar de lo necesario y abrirle otras oportunidades para mejorar sus vidas. El filósofo alemán Peter Sloterdijk propone ir todavía más lejos con una provocadora tesis (Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana. Se puede consultar en internet): “transformar la recaudación obligatoria de impuestos en donativos voluntarios de los ciudadanos a la comunidad; el ciudadano debe dejar de considerarse un deudor y actuar como un orgulloso contribuyente del bienestar social”. La novedosa propuesta contiene profundas implicaciones éticas totalmente ajenas a los mexicanos muy ricos, como Salinas Pliego, enfermo de avaricia. Lo interesante de la tesis del filósofo alemán, es que para avanzar en este sentido habría que democratizar el sistema fiscal, abrirlo a la intervención y participación del pueblo en la hacienda pública; dejar que participe en cuanto al destino de lo ingresado en el gasto público; lo que implica modificar las actuales relaciones entre Estado y ciudadanía, que ahora habrán de adoptar forma horizontal y, los impuestos, ser vistos como parte de un sistema altamente civilizado en que los ciudadanos aportan recursos al Estado para que el conjunto social viva mejor y generen en consecuencia relaciones sociales ordenadas.
Si somos realistas debemos reconocer que el Estado en México fue, hasta 2018, un mecanismo de control, una máquina sin coeficiente ético alguno que redujo su omnipresencia a la impartición y transmisión de órdenes que dictaba a una sociedad disciplinada y obediente; es obvio que esta forma de gestión creó un abismo entre gobernantes y gobernados que, en situaciones de crisis civilizatoria como la que sufrimos, obliga a los gobernantes a aprender “a gobernar como lo harían los gobernados si tuvieran el poder” (Michel Onfray. Política del rebelde). Propiciar este cambio requiere el desarrollo de acciones capaces de conmover los cimientos de los tradicionales estilos de gobernar: 1) Dotar a la gobernabilidad de un alto contenido ético; 2) optar por razones prácticas en el ejercicio de la política; 3) hacer de los ciudadanos los participantes centrales en la fase deliberativa sobre los mecanismos fiscales para la aportación de los recursos y su distribución; 4) hacer desaparecer la coacción como medio para cobrar impuestos; 5) estimular e impulsar la práctica voluntaria de pagar las contribuciones ciudadanas con vistas a la prosperidad de la comunidad; 6) obligar al Estado a invertir en lo que los ciudadanos aprueben y 7) hacer descansar la relación Estado-ciudadano en la confianza mutua, en la toma de decisiones con carácter moral, fundamentadas en la ética, ya que gobernar consiste en desterrar el peligro y la incertidumbre en la vida cotidiana.
Para llegar a esto, hay que partir del tipo de mexicano actual y proyectar el proceso civilizatorio a través del análisis y elucidación de las condiciones vigentes hasta alcanzar claridad plena para llegar a los fines propuestos; mientras más profundas sean las reflexiones más nobles los planteamientos, mientras más se avance en este sentido, más conocimientos sobre nuestra condiciones reales y mayores posibilidades resolver el mayor problema nacional del momento.
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